José M. Abreu
CAPITULO PRIMERO
Como muy bien lo expresa Justo González, la doctrina de la Encarnación,
como concepto cristiano de la verdad, es el punto de partida para un correcto
acercamiento al desarrollo del pensamiento cristiano. La Encarnación nos dice
que el centro de la fe cristiana es una verdad que no se disuelve al ponerse en
contacto con lo histórico, lo concreto, lo material. Creemos que esto es precisamente lo que quiere decirnos
el Prólogo del Evangelio de Juan, especialmente en 1:1-14.
González hace una preciosa observación sobre este pasaje: "Los
eruditos bíblicos se han dedicado a buscar frases y pasajes paralelos en la
literatura de la época y han descubierto que lo único original que dice el
autor de este prólogo es que "aquel Verbo se hizo carne". Pero esto
único original del pasaje es tan revolucionario que le dio al cristianismo
apostólico un carácter absolutamente intransigente y le permitió rechazar
cualquier intento de sincretismo filosófico o religioso.
Ahora bien, la Encarnación no es solamente el tema sobresaliente en el
Prólogo de Juan, sino que todo el Evangelio es en realidad una reiterada
meditación sobre la vida del Encarnado. Esta meditación no se da en un vacío
histórico-cultural, pues no se trata de una contemplación mística o una
especulación filosófica en abstracto.
En el Prólogo, inmediatamente que se afirma el ser del Logos (v.1), se
define al Logos en su acción creadora, en su relación con el mundo: "Todas las cosas
por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho"
(v.3). Y sorprendentemente, el evangelista rompe la armonía de su exposición teológica para introducir un preciso dato histórico: "Hubo un
hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan" (v.6). Entonces, desde el
v.5 hasta el v.14 el evangelista está hablando de Jesús de Nazaret. En
consecuencia, como bien lo expresa Cullmann, la vida del Logos Encarnado, Jesús
de Nazaret, es el centro de todo acontecer histórico.
La vida de Jesús de Nazaret no es un acontecimiento cualquiera en el que
Dios se manifiesta también, sino que es precisamente el acontecimiento en
el que se comunica definitivamente al mundo y ha redimido al mundo, y en el que
se compendia verticalmente toda la historia de la Salvación, la pasada y la
futura, y que sin embargo se inserta en la línea horizontal.
Dos cosas nos llaman la atención en estas palabras de Cullmann. Primera, que la Encarnación es un
acontecimiento que es iniciativa de Dios, pero insertado en la línea horizontal
de la experiencia histórica humana.
En segundo lugar, la Encarnación es el modo de relación de Dios con el
mundo y por lo tanto debe ser también el modo de nuestra relación con el mundo,
con los demás hombres.
Debemos ahora preguntarnos por esa realidad histórica de la Encarnación.
Por realidad histórica entendemos las coordenadas espaciales y temporales,
ambientales y culturales en las cuales podemos ubicar este evento. En tal
sentido podemos afirmar que la Encarnación tiene límites geográficos, temporales y culturales precisos: el área del
mediterráneo oriental, específicamente Palestina, Asia Menor y la Grecia continental; el siglo I y la culturajudaica
en el ámbito de la cultura grecorromana dominante.
En una sola palabra, el entorno histórico de la Encarnación tiene nombre
de Imperio: Roma. Reconocemos que teológicamente la Encarnación trasciende toda
delimitación geográfico-temporal, pero en tanto que está profundamente
enraizada en una situación geográfica y temporal concreta. Es decir,
históricamente la Encarnación está condicionada. La Encarnación es lo que es
porque se realizó en un determinado tiempo y lugar, y en consecuencia lleva las marcas de ese tiempo y de ese lugar.
La fe cristiana no nació en tierra virgen. Nació en un pesebre rodeado de vicisitudes e
inquietudes políticas, y como resultado de órdenes políticas venidas desde muy lejos y de
condiciones económicas quizás incomprensibles para quienes un día se encaminaron
a Belén para empadronarse.
I
Resulta extraordinariamente interesante el hecho de que el
establecimiento y consolidación del Imperio
Romano coincidiera más o menos en el tiempo con la
Encarnación: El nacimiento de Jesús ocurrió unos 20 años después del
establecimiento del Principado, inicio de la reorganización del Imperio en
favor de Octavio Augusto, entre los años 25 al 180 d.C. Pero la historia de la
aspiración de Roma a un destino eterno comienza mucho antes.
El año 163/167 a.C. tiene una significación monumental para la historia
del mundo: en ese año el ejército romano, al mando de L. Emilio Paulo, destrozó
al último rey de Macedonia, Perseo, y acabó con el Imperio Macedónico. A partir
entonces Roma comienza a tomar conciencia de ser el centro del mundo; se abre paso la idea de que el Imperio
Romano estaba destinado a dominar para la eternidad todo el mundo habitado.
Todo cuanto no se adecue a esta aspiración es considerado fuera de la ley y del orden universal impuesto por el Imperio.
El cristianismo irrumpe, como ya lo hemos dicho, en el momento en que
Roma orienta su política hacia la formación de un imperio universal. Bajo el gobierno de Augusto, el Imperio romano parece haber alcanzado sus metas
definitivas y fundamentales. Hasta finales del siglo II d.C. existe una visión
en conjunto de orden, bienestar, seguridad y paz. Aunque desde entonces se advierten las señales de descomposición que culminarán con el derrumbe estrepitoso del
sueño de hegemonía universal cantado por poetas y trovadores. En el siglo I
Roma vivía la experiencia de una orgullosa seguridad, el Imperio era una
realidad que se aceptaba sin discutir. Se aceptaba como una rea1idad
ultrapolítica, trascendente y cuasicósmica.
Aunque un tratamiento más amplio de la situación política de Roma en el
siglo I excede las pretensiones de este trabajo, no podemos concluir con este
apartado sin antes referirnos a la culminación final de las aspiraciones de
Augusto: La Pax Romana.
Destruido el Imperio de Alejandro, Roma se siente heredera del gran
sueño ecuménico helénico: la formación de una cultura realmente universal,
ecuménica, inspirada en los ideales de la herencia cultural de Atenas. Pero Roma no sólo se siente con la misión de extender su cultura helenizada, sino de imponer al mundo
su poder, su orden, su derecho y su paz:
En otras palabras, Roma hace la guerra para imponer la paz mundial; el Imperio se siente el
"policía" del mundo, y con derecho a intervenir donde las
circunstancias lo exijan. La paz romana llegó a su apogeo entre los años 96 al
192 d.C. Es decir que el Evangelio de Juan surgió más o menos al comienzo de
este apogeo, cuando Roma impone su unidad geopolítica y económica: Jamás un ámbito tan inmenso había constituido una
unidad económica; riqueza agrícola, industrial, minera, mercantil. La unidad
monetaria rige aquel conjunto; el Emperador tiene el monopolio de la acuñación de monedas de oro.
El desarrollo económico es, pues, sin precedentes. Roma ha alcanzado su
máxima expansión, y en consecuencia se recoge sobre sí misma al establecer los
límites del Imperio, el famoso "Limes", especie de línea fortificada.
El Limes es, al mismo tiempo que señal de grandeza, índice de que Roma renuncia
a la expansión. La paz romana significa seguridad y orden.
Pero la prosperidad no llegaba a todos por igual. La sociedad romana estaba rígidamente estratificada en clases sociales
separadas por violentas diferencias económicas. El lujo y la riqueza se
concentraban en la capital del Imperio; y en realidad no hubo un auténtico desarrollo
económico pues faltaba la base industrial que hiciera posible llevar el
progreso material a todos los estratos de la sociedad.
Lo más importante sin duda fue la unificación política implantada por el
Imperio. El gran instrumento de tal unificación fue la concesión del derecho
de ciudadanía. Esto creó un fenómeno singular, pues todo ese inmenso mundo formó
parte de una misma y única ciudad. Jamás se había visto cosa igual ni ha vuelto
a verse hasta hoy.
Así, Roma se concebía como una verdadera cosmópolis: la palabra que
designaba esta realidad política era la "oikumene" (el mundo
habitado). Fuera de los límites del Imperio, para los gobernantes y ciudadanos
romanos, no había sino bárbaros. Y como estos no participaban de la cultura y
civilización romanas eran considerados como seres despreciables, sujetos a
la esclavitud o a la destrucción.
En resumen, el ideal del Imperio Romano, como lapidariamente lo expresa
Léon Homo, era: "El gobierno del mundo. La defensa del mundo. La
explotación del mundo". Roma se había apropiado del mundo, y ambos
obedecían al Emperador, en quien se había personificado el poder mismo del
Imperio: "No solamente honraba la Urbe a sus dioses, que habían triunfado
del mundo con ella y que reinaban sobre el mundo, sino que la misma Urbe era
una personificación, digamos místicamente, una personalidad divina".
Al afirmar la realidad política de la Encarnación, implicamos a la
totalidad de la experiencia humana de Jesús. Su advenimiento, en medio de un
Imperio que se concebía como realidad religiosa ultramundana y con una misión
cósmica, tenía que conducir irremediablemente a un enfrentamiento.
En efecto, el Imperio no sólo persiguió a los cristianos, sino que
intentó, sin lograrlo, destruir al cristianismo. ¿Por que? Porque el
cristianismo no es una especulación sobre el papel de Dios en el
universo - un mensaje así no habría preocupado al
Imperio-, era la proclamación de un hecho histórico que tenía como pretensión
última ser la norma de la historia. Y esto era precisamente a
lo que aspiraba Roma.
El Emperador no podía tolerar la presencia dentro de su imperio de
alguien que, haciéndose llamar "Kyrios", demandaba una lealtad
superior a la que todos los hombres le debían a él y a su Imperio. El carácter
histórico del mensaje cristiano tenía que confrontarse con las aspiraciones de
Roma de ser su Imperio el sentido último de la historia. Porque la proclamación
cristiana afirmaba que toda la historia tenía como centro y término la vida de
un despreciable judío. Entonces, la Encarnación tiene una realidad política
conflictiva por su naturaleza histórica.
Debemos aclarar que no queremos decir que Jesús mismo, en tanto
que líder religioso, entrara en conflicto directo con el Imperio. No es nuestro objetivo estudiar la
posición política de Jesús frente al poder invasor de su país, partimos más
bien desde una perspectiva misionera Al producirse la expansión de la iglesia
en todo el ámbito del Imperio, la proclamación cristiana hizo de la figura de
Jesús el centro de su interpretación de la historia. La proclamación del Señorío de Jesús, con sus
obvias implicaciones cósmicas, tenía que impactar al mundo romano,
especialmente al poder del Imperio. Las persecuciones tempranas, la de Nerón en
el 64, por ejemplo, son clara evidencia de que el Imperio vio el peligro que
representaba para sus ideales un movimiento de la naturaleza del cristianismo.
La cuestión debió alarmar a los gobernantes romanos por lo extraño de la
situación, pues no era una nueva nación la que entraba en competencia con Roma, sino que el rival era un hombre: Jesús de Nazaret.
Hasta ahora nos hemos ocupado del contexto histórico de la Encarnación y
sus implicaciones políticas. No quisiéramos terminar este apartado sin
mencionar dos cosas que nos parecen sumamente importantes.
En primer término, la Encarnación es un hecho racial. Esto lo afirma el
NT con todo el peso de su evidencia: "Porque la Salvación viene de
los judíos" (4:22). Jesús fue un judío, un verdadero y auténtico judío, y fue
un judío plenamente de la cultura y del tiempo que le tocó vivir a su nación. Esta especificidad racial de la Encarnación resultó un escándalo para
griegos y romanos.
Era escandaloso que un insignificante y "bárbaro" judío
tuviese la osada pretensión de ser el Salvador del Mundo, el eje y explicación
de la historia. La Encarnación tenía que asumir este escándalo para poder ser
un acontecimiento genuinamente histórico, insertado en la horizontalidad del
devenir de una raza, de una nación y de un pueblo en un determinado punto de su
historia.
La proclamación de la universalidad de la Encarnación redentora tiene su
razón de ser en su particularidad racia1 y temporal. La universalidad de la
salvación del hombre se garantiza porque Cristo asumió plenamente la particular
realidad histórica y cultural judía de su tiempo. Nos parece que el Evangelio
de Juan proclama decisivamente este carácter universal de la salvación, basado
precisamente en su revolucionaria exclamación: "Y aquel Verbo fue hecho
carne y habitó entre nosotros..." (1:14).
El asunto al cual querernos referirnos está estrechamente relacionado a
lo racial: la Encarnación es también un hecho lingüístico y como tal conlleva
serias implicaciones políticas Los Evangelios nos presentan un dato
incuestionable: el hecho de Cristo se dio y se transmitió en ciertas y
determinadas lenguas.
Es sumamente interesante comentar aquí que es precisamente el Evangelio
de Juan el único en señalar la triple inscripción en la cruz (19:20). Como si
Juan quisiera decirnos que allí, en la cúspide del monte Calvario, Dios se
entregaba a los hombres en el vértice de tres culturas. Entonces, la triple
inscripción es un testimonio gráfico de la naturaleza cultural de la
Encarnación, pues es un acontecimiento que afectaba a todo el mundo conocido.
Esta triple inscripción: hebrea (en rea1idad se refiere al arameo),
latina y griega anuda las tres tradiciones culturales que formarán el espíritu
del cristianismo. Por un lado, la continuidad histórica y teológica con el
pueblo de Israel (1:17). Por otro lado, la atmósfera lingüística y cultural en la cual se proclamó el mensaje apostólico y cuyo
resultado es el NT. Y en medio, el latín recordando la presencia del invasor
extranjero, la imposición cultural del Imperio, el cual ponía así su sello de
aprobación sobre el cadáver de Jesús de Nazaret.
Ahora bien, esta naturaleza lingüística de la Encarnación conlleva
varias implicaciones. Un aspecto muy importante tiene que ver con el proceso decomunicación del mensaje de Jesús. Toda lengua es en sí una cosmovisión particular, y cuando la iglesia comienza
a penetrar el mundo del Imperio tiene que detenerse en la previa tarea de traducción de su mensaje.
Conscientes de que sus lectores y oyentes condicionaban el contenido
mismo de su mensaje, los apóstoles y predicadores cristianos se arriesgaron en
el empleo del griego como vehículo lingüístico. Toda obra escrita, por el hecho
en sí de usar el lenguaje, es un producto social y presupone siempre a un
lector. Este lector, presente siempre en la obra literaria, es en parte
conciencia individual y conciencia social. Está condicionado por el tiempo, por
su estructura lingüística y por la cultura a la cual pertenece. Traducir, pues,
de una lengua a otra no es simplemente buscar correspondencia de palabras. El
problema no está a nivel morfológico, sino a nivel mental, cultural y social.
Este nivel es casi imposible de verter a otra realidad lingüística.
Por eso, el mensaje de Jesús sufrió serios cambios, muchos términos
familiares en la predicación de Jesús desaparecen y toman nuevas formas en la predicación
apostólica. La perspectiva total del NT cambió: si el mensaje de Jesús fue el
advenimiento del Reino o del Reinado de Dios en su vida y ministerio, en la
predicación apostólica Jesús es el mensaje. Jesús es la Palabra que
Dios tiene para el mundo; es una palabra hecha carne, una verdad hecha persona.
Ciertamente la resurrección de Jesús y la presencia del Espíritu
Santo, así fue prometido, guiaron a los predicadores y
pensadores cristianos en el cambio de perspectiva, pero es imposible negar que
también el proceso mismo de comunicación del mensaje los obligó a hacer este
trascendental cambio.
La Encarnación impuso así barreras lingüísticas casi impenetrables, pero
esto mismo es lo que confiere al NT un carácter literario único y fascinante.
Nuestra lucha intelectual con la interpretación del texto bíblico testimonia de la historicidad absoluta del hecho de
Cristo.
Todo lo dicho incide pesadamente sobre nuestra tarea hermenéutica aquí y ahora. Quienes determinaron que se escribiera en tales o
cuales términos y no otros, con tal o cual énfasis y no en aquel otro, fueron
los lectores primitivos del NT. Fueron los judíos, los griegos, los romanos
quienes impusieron sus condiciones culturales, políticas, sociales, económicas
y mentales. Gran parte de estas condiciones se nos escapan por la distancias, y
con ellas se nos escapan matices, ecos, sentidos familiares tan sólo a los
lectores originales. Pero esto no es totalmente negativo, pues las condiciones
son hoy distintas. Y son las condiciones del presente las que inciden sobre
nuestra labor hermenéutica.
Nosotros como lectores modernos del NT no logramos captar bien los
peligros que asumieron los escritores bíblicos cuando se atrevieron a
usar símbolos lingüísticos provenientes del mercado, de la filosofía, de las religiones de misterios, de los mitos, etc. Lo ilustra perfectamente la historia de la interpretación de la
palabra "Logos" usada por Juan. Todo el lenguaje del NT es peligroso
por lo profano, por lo secularizado, por lo común y ambiguo, por 1o poco
"sagrado" de los principales términos doctrinales.
Todo esto estuvo al servicio de la comunicación misionera. Fue un riesgo calculado, pero motivado por el amor ardiente hacia los que debían ser evangelizados, hombres y mujeres
del siglo I. Y hoy, cuando en cierta medida pretendemos volver a ese sentido
profano del lenguaje del NT, lo hacemos impulsados también por el amor hacia los hombres y mujeres latinoamericanos de nuestro
siglo. El hombre nuestro, que nos impone a nuestra tarea hermenéutica la miseria de
su situación humana, la explotación y la alienación cultural, social, y hasta
religiosa, en que vive, está en espera del mismo mensaje liberador de antaño.
II
El propósito de este apartado es doble. Primero, intentamos proveer una
base exegética a nuestra comprensión de la enseñanza juanina de la Encarnación.
Segundo, dilucidar las necesarias implicaciones de la Encarnación para
nuestra actitud y praxis políticas en nuestro contexto histórico-cultural latinoamericano.
Aunque nuestro acercamiento no será desde el punto de vista de la
historia de la teología cristiana, tendremos necesariamente que enfrentarnos al
desarrollo mismo de la doctrina de la Encarnación y de su problemática actual.
Previamente, nos parece importante precisar, en términos de la elaboración
conceptual, el sentido de la Encarnación misma. Para ello nada más indicado que
referirnos a la confesión de fe del Concilio de Calcedonia, tan controvertida
hoy por la teología protestante contemporánea.
Sin entrar a discutir la validez actual de la confesión de Calcedonia,
reconocemos que la extraordinaria frase juanina: "Y aquel Verbo fue hecho
carne..." ha sido la expresión catalizadora de todo el desarrollo de la
cristología patrística de los cuatro primeros siglos de pensamiento cristiano.
La Iglesia post-apostólica, en abierta confrontación con diversas corrientes de
pensamiento, en lucha con serias amenazas internas y externas, fue precisando
el significado, o su comprensión, de la expresión juanina.
Para los efectos de este trabajo interesa sobremanera examinar la
evidencia escrituraria de la Encarnación y no tanto su desarrollo histórico
como doctrina de la iglesia. Es interesante notar que, quizá como parte de la
reacción surgida frente a la confesión de fe calcedoniana, se ha llegado
incluso a negar precisamente todo fundamento bíblico a la doctrina de la
Encarnación.
Es imposible aquí dar ni siquiera un breve resumen de la polémica en
torno al credo de Calcedonia. Algunos títulos de artículos teológicos publicados
en décadas pasadas, tales como "Relectura de Calcedonia", "Más
allá de Calcedonia" y otros muchos similares- son sintomáticos de una
nueva manera de comprender el desarrollo de la doctrina cristiana. Sin tomar
una postura de fondo sobre las afirmaciones de Calcedonia, vemos en ellas no
tanto una intención de explicar el misterio mismo de la Encarnación, sino
salvaguardar la base cristológica de la salvación. Si el lenguaje es
metafísico, la intención es profundamente soteriológica.
Sin embargo, la evidencia del NT es clara y contundente. La negación de
la base textual para la Encarnación solo es posible para una exégesis
condicionada por prejuicios filosóficos, historiográficos o lingüísticos. Es
necesario establecer definitivamente que el NT sí habla de la Encarnación. Es
cierto que su lenguaje es diferente al de los Padres del siglo II o del siglo
IV, pero es un hecho irrefutable que entre los años 30 al 100 d.C. un puñado de
hombres escandalizan al mundo proclamando que el "Eterno" e
"Infinito" Dios era un hombre Jesús de Nazaret.
Como quiera que los Padres hayan entendido y comunicado tan
extraordinario hecho - entendimiento contextualizado por el momento histórico
que les tocó vivir - el testimonio del NT no se puede borrar de un plumazo. El
NT apenas especula sobre el misterio de la Encarnación. Los cristianos del
siglo I simplemente viven la experiencia, sin casi reflexionarla, de la
presencia extraordinaria en medio de la comunidad del Jesús de Nazaret que fue crucificado, muerto y sepultado, pero
que se levantó triunfante de la tumba y que ahora actúa soberanamente en la
vida de cada cristiano y del pueblo.
Es a la luz de esta experiencia que los escritores del NT intentan
comprender la aparición en el mundo de Jesús de Nazaret. En el NT la reflexión
sobre la preexistencia de Jesús es algo que se impone a la conciencia los
creyentes no como un "a priori" teológico, sino como consecuencia de
la actuación "en la carne" de Jesús de Nazaret.
En una sola palabra: para nosotros todo el NT es una inapreciable fuente
de enseñanza sobre el hecho de la Encarnación. Precisamente, e] Prólogo del
Evangelio de Juan es una de las más sobrecogedoras descripciones de la
Encarnación que tenemos en el NT. Por eso se ha llamado a Juan "el teólogo
de la Encarnación". Aunque no podemos aquí hacer un estudio exegético detallado
de todo el Prologo, el cual por cierto está lleno de problemas
teológico-literarios, es importante caracterizar rápidamente el contenido del
Prologo en relación con la formulación del tema expresado en el v. 14.
En la actual investigación bíblica existe la convicción de que el Prólogo está basado en un
himno, para algunos precristiano, para otros proveniente de las iglesias de
tradición juanina. Ciertamente, el Prólogo está escrito en una prosa rítmica
muy difícil de arreglar en esquemas métricos, pero sin llegar a tener las
características de un verdadero poema.
Podemos considerar el Prólogo como un himno en el cual se alaba la
Encarnación del Logos y su actividad como revelador en medio de los hombres. No
sólo es un resumen poético o una simple introducción al Evangelio, es más bien como una obertura que mediante una
majestuosa variación temática proporciona la atmósfera general de todo el
Evangelio.
Sin lugar a dudas el núcleo fundamental del Prólogo es el v.14, el
caballito de batalla de la cristología patrística. Aunque el Prólogo comienza
estableciendo la existencia pretemporal del Logos junto a Dios y en su papel de
mediador en la creación, existe una evidente nota histórica. Ciertamente es muy
discutido el asunto del carácter histórico del Logos, pero nos parece que ya
desde el v.5 tenemos una referencia a la acción histórica del Verbo Encarnado.
La expresión "la luz resplandece en medio de las tinieblas" no es
tanto una proposición atemporal como una referencia a la obra reveladora del
Logos "en la carne" histórica de Jesús de Nazaret.
Este carácter histórico está reforzado en los vv.9-15. El Logos Encarnado,
de quien Juan Bautista da testimonio y a quien el mundo no quiso conocer, es la
1uz de los hombres. Jesucristo, creador y luz del mundo, fue rechazado por su
propia creación y por su propio pueblo, al cual Dios había preparado por Moisés
y por los Profetas. Es precisamente esta repulsión lo que constituye el
sentimiento de tragedia que anima a todo el pasaje.
Además, es importante señalar la inserción de la culminante expresión
del v.14 en la historia de la salvación. La pretemporal existencia del Logos
descrita poéticamente en los vv.1-2 contrasta violentamente con el advenimiento
temporal del Logos en el v.14. Son muchas las dificultades que presenta la
exégesis de este verso, pero señalaremos algunas ideas pertinentes a nuestro
desarrollo.
La presencia de la comunidad de fe - "vimos"- nos testifica
del carácter confesional de todo el Prólogo, que en realidad es un himno
surgido en el ambiente del culto. En este sentido el Prologo es una de las más
primitivas confesiones de fe de la comunidad cristiana. Y podemos comprender
mejor esta fe a la luz de las ideas cristológicas peculiares del Prólogo.
En primer lugar, existe una clara referencia al tema de la nueva
Alianza, del nuevo Pacto. Ya en los vv.3 y 1O se habla de una nueva creación
que reemplaza a la antigua - la alusión a Gen. 1:1 contiene esta implicación-,
y en los vv. 11-18 se desarrolla el tema de la Nueva Alianza que reemplaza a la
del Sinaí (cp. "... los suyos no lo recibieron; pero a
todos lo que le recibieron,. . les dio potestad de ser hechos hijos de
Dios", es decir, un Nuevo Pacto).
El lenguaje de 1:14 es evidente la referencia a la teología de la
Alianza. El Logos "tendió su carpa entre nosotros", puso su
tabernáculo entre los hombres. El tabernáculo era una de las principales señales
del pacto de Dios con Israel en el Sinaí (cp. Ex. 25:8-9), el trono de la
presencia de la Gloria de Dios en medio de su pueblo (Ex. 40:34). El Prólogo
declara que el Logos ha puesto su tabernáculo entre los hombres, es decir que
la carne de Jesucristo es el nuevo lugar en donde se localiza la Gloria de la
Presencia de Dios en la tierra. Una variación de la misma idea está en Jn. 2:19-22, en donde Jesús se
presenta como el nuevo Templo y el nuevo lugar de adoración (cp. 4:23).
En Ex. 34:6 se describe a Dios en términos extraordinariamente perecidos
a los usados para describir al Logos: "¡Señor! ¡Señor!, fuerte,
misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y
verdad". El Dios de la antigua Alianza era rico en misericordia y
fidelidad para con Israel; el Logos está "lleno de gracia", es decir
misericordia, y de "verdad", de fidelidad, para con el nuevo pueblo
de Dios (vv. 12,13).
Más obvia aún es la referencia a Moisés y a las tablas de la Ley. Moisés
grabó en piedra la Palabra de Dios; Jesús de Nazaret es la
Palabra de Dios. Moisés murió sin poder "ver" a Dios, el
Verbo-Carne-Jesús de Nazaret es quien nos explica, quien nos interpreta y nos
da a conocer a Dios, porque quien lo ha visto a él ha visto también al Padre
(14:9).
Nos inclinamos a entender la afirmación del 1: 14: "Y aquel Verbo
se hizo carne" desde una perspectiva histórico-salvífica. El texto expresa
sublimemente la paradoja incomprensible: aquel Logos que estaba junto a Dios y
que era Dios, encerrado en la plenitud de su majestad, gloria y divinidad, y
que era la luz de la vida, había entrado en la esfera de lo terrenal, de lo
caduco y perecedero, de lo débil y corruptible. Dios se había horizontalizado
para salvar al hombre. Debemos tener muy presente que la Encarnación sólo se
comprende en dimensión más profunda a la luz de la Cruz del Calvario.
La misma palabra "carne" no sólo alude a la realidad corporal,
somática, sino que también conlleva la idea de la fragilidad del hombre (Is.
40:6), de su ser para la muerte Y por consiguiente, se refiere al carácter
plenamente histórico de la Encarnación. A similar conclusión llegamos cuando
leemos el v.14 en el contexto del discurso sobre el pan de vida del cap. 6. La carne asumida por el Logos es
la misma que Jesús dará para la vida del mundo. La Cruz, pues, está presente en
la venida en carne del Dios Logos.
En síntesis, ¿cómo debemos entender el sentido histórico pleno de la
Encarnación? Al afirmar que Dios se hizo hombre otorgamos a Dios la capacidad
de asumir el sufrimiento y de padecer los cambios producidos por el tiempo y el
espacio, y por las circunstancias históricas del momento encarnacional. Afirmar
que Jesús fue plenamente hombre, significa aceptar que tuvo una plena vida
histórica, con relaciones sociales, inmerso en la vida diaria, tan metido en la
política y en las demás situaciones humanas comunes a cualquier hombre.
En Cristo Jesús, Dios no sólo se hizo hombre, sino que se hizo "un
hombre", de una raza, de un siglo, de un determinado lugar. Dios se
sumergió en la historia de una nación, de un pueblo en un determinado momento
de esa historia. En Jesucristo, Dios se ha contextualizado temporal, espacial,
racial y culturalmente. ¿Y por qué no decir que también se ha contextualizado
políticamente?
¿Qué significa la contextualización política de Dios Encarnado? Aun-que
tendremos más adelante la oportunidad de discutir la relación de Jesús con lo
político, señalaremos que la Encarnación otorga un sentido profundo a lo
político. Establece una relación entre lo eterno y lo transitorio de toda
situación política La Encarnación nos habla de un compromiso contraído por Dios
en Jesucristo: Dios se compromete en la realización histórica de su plan salvífico Tal compromiso está enmarcado en una situación política
dada y asumida por Jesucristo: un país ocupado por una potencia extranjera en cuyas manos habría de sufrir una muerte violenta
para la redención del mundo.
En resumen, podemos afirmar que la Encarnación sí tiene una sólida base
bíblica en el Evangelio de Juan. No solo es el tema central del Prólogo sino
que todo el Evangelio testifica de la vida del Verbo hecho carne en Jesús de
Nazaret. Interesantemente, la teología del Evangelio de Juan nos viene dada no
como un tratado teológico, sino como la historia de una vida limitada en el
estrecho margen de un género literario.
El Prólogo es un resumen poético de esta teología En él se destaca la
venida al mundo de la luz verdadera. El encuentro entre esta luz verdadera y las
tinieblas es totalmente conflictivo desde el primer momento: "la luz en
las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella".
El carácter histórico de tales tinieblas es claramente perceptible en el
desarrollo de las ideas básica del Prólogo.
La venida de la luz verdadera, Jesucristo, es el juicio de Dios sobre
las tinieblas; "Y esta es la condenación que la luz vino al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz" (3:19). Este juicio sobre las
tinieblas tiene sus implicaciones políticas y oportunamente las señalaremos.
Con todo esto, el profundo sentido soteriológico del Prólogo nos lleva a
destacar la inserción de la Encarnación en el plan histórico de la salvación.
La obra total del Encarnado es una nueva creación, un nuevo pacto de gracia y
fidelidad entre Dios y los hombres. La tensión hostil entre el mundo regido por
las tinieblas y el nuevo mundo regido por la luz es superada, y aunque ambos
mundos coexisten esperando el día de la redención total, la resurrección de Cristo
sirve de garantía para el nuevo orden cósmico y para la renovación de toda la
creación.
Establecida cierta base exegética para la Encarnación, debemos
preguntarnos ahora si es posible extraer de ella algún criterio teológico para
la acción política seria y responsable de los cristianos. ¿Provee la
Encarnación pautas definidas para esta acción? Coincidimos plenamente con Justo
L González en creer que la Encarnación, como eje fundamental de la fe
cristiana, sí puede servirnos de fundamento para la praxis política de los cristianos.
Ya hemos apuntado que la Encarnación nos introduce a la extraordinaria
paradoja de que lo eterno se nos da en lo temporal, lo divino en lo material,
lo infinito en lo histórico. En consecuencia, la Encarnación impide todo
intento de dividir, al modo de los antiguos docetas y ebionitas, la vida humana
en dos campos: el uno material, espiritual el otro.
La Encarnación nos habla de la total realidad humana de Dios, por
consiguiente los cristianos debemos establecer una integral relación con la
totalidad de nuestra experiencia humana, sin vectoriarla o segmentarla en
parcelas mutuamente excluyentes. No es posible, si somos fieles a la
Encarnación, que podamos vivir en la realidad humana, económica, social,
política o religiosa, al punto de divorciar nuestro ser de dicha realidad.
La Encarnación es también un juicio. A la luz de la vida del Encarnado
podemos juzgar todas las estructuras humanas tanto sociales, políticas, económicas como religiosas.
Incluso, la misma Iglesia de Cristo está bajo este juicio.
Por último la Encarnación nos habla del compromiso adquirido por Dios
para llevar a cabo la plena redención del hombre. Dios se comprometió en la
realización de su propio plan salvífico a tal punto que se nos dio en carne
frágil y perecedera, y en la condición de siervo (Fil. 2:6-11). La Encarnación,
entonces, nos muestra el verdadero camino para nuestra participación en la lucha por 1os
anhelos humanos: el camino de la humillación gloriosa del servicio, del amor
sacrificial, de la entrega incondicional al prójimo.
El camino de la Encarnación nos muestra que, renunciando a toda
aspiración de poder, dominio o prepotencia, los cristianos podemos y debemos asumir nuestras
responsabilidades políticas; y nos muestra el modo cómo podemos hacerlo.
Concluimos este capítulo con una especie de advertencia. Comprendemos
que una interpretación teológica del momento histórico de la Encarnación es
sumamente difícil. Con la lejanía cada vez más grande del siglo I se nos
escapan incontables factores históricos y culturales, lo cual hace casi
imposible la tarea de comprender todo el juego político-social en el cual se dio la Encarnación.
Superando enormes distancias temporales, nos llegan hasta nosotros hoy
muchos ecos significativos de ese mundo. Desde el punto de vista humano,
podemos sentir hoy en carne propia la explotación a la cual estaban sometidos
millones de seres humanos. Los relatos de los opulentos banquetes de una
pequeña elite socialmente acomodada, que disfrutaba el placer de sus riquezas,
nos recuerda nuestra propia situación en América Latina. Sí hoy sabemos algo de la corrupción moral, política, espiritual y social de aquella época, es para que podamos
comprender mejor la que existe en nuestra sociedad hoy.
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