DON
ABELARDO CUADRA
El
ex teniente de la Guardia Nacional Abelardo Cuadra (Malacatoya, Granada, 1904 –
Valencia, Venezuela, 1993) es la mejor fuente sobre el asesinato de Augusto
César Sandino el 21 de febrero de 1934, no sólo en el rol de uno de los
complotados del “Tacho” Somoza, sino por la franqueza y precisión de su
testimonio. He aquí su confesión no exenta de crudeza ni de contrición, “Total:
catorce asesinos y conmigo quince” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 116).
Sus
memorias “Hombre del Caribe”, prologadas y pasadas en limpio por Sergio
Ramírez, detallan el martirologio de Sandino en el capítulo III, La hora de asesinar a Sandino. Apela al
epistolario dirigido a su hermano Luciano y camuflado en naranjas: Las cartas
provienen de la Cárcel de la XXI, León, y datan de octubre y noviembre de 1935.
Cuadra, luego de un simulacro de fusilamiento al igual que Dostoievski, pagaba
en cana perpetua el delito de insurrección militar al primero de los Somoza,
logrando escapar a pie por la selva que lo llevaría a Costa Rica. Luego de
perseguir al revoltoso General Sandino, su periplo aventurero o -según el mismo
autor- su Jodisea consistió en
combatir las dictaduras en Centroamérica y el Caribe.
El
capítulo en cuestión y el resto del libro integran un delicioso Pastiche o
ajiaco en prosa que involucra los géneros del epistolario, la crónica, las memorias
y el ensayo. Bajo la fluencia de poetas del Decir como su hermano Manolo
Cuadra, el discurso de Don Abelardo –sin artificios estilísticos- reivindica la
oralidad y la claridad expresiva. Concilia la Épica culta y el cancionero
popular de los corridos, tangos, milongas y boleros. Nos llama la atención la
curiosa terminología militar, “bala en boca” apuntando con el fusil o “bala de
boca” a la hora de comer.
Don
Abelardo relegaría al Santo el enmascarado de plata, mi héroe de la infancia en
Caracas, a un lugar secundario en mi altar mestizo de paladines de fábula. Mediaron
muchos años para que este nicaragüense poco conocido, empero carismático,
apareciera en mi literatura majadera. En mi primer libro de cuentos, El Dragón Lusitano y otros relatos, le
dediqué “Don Abelardo Cuadra: Un legionario del Caribe”, una biografía mínima
bajo un sutil aire a lo Borges, pues más que personaje real e histórico
pareciera una especulación compulsiva de mi parte. Eso fue en el 2013. Seis
años después, esta vez en la fluencia de poetas como Armando Amanaú y Luis
Alberto Angulo, escribí de un tirón durante Semana Santa mi primer libro de
poesía, si así pueda considerarlo el más benévolo de los lectores, A la Pasión de Sandino. Se trataba de un
homenaje al Titán de Nicaragua por vía de un contrapunteo en coplas entre
Abelardo y el poeta Pablo Antonio Cuadra. Luego, incluí su visión de primera
fuente en un ensayo titulado Sandino como
motivo literario y actor político, donde dialogaba con otros escritores
como Ernesto Cardenal [a quien el viejo no tragaba ni como poeta ni como
político], Salomón de la Selva, Enriqueta Arvelo Larriva, Rafael de Nogales
Méndez, Neil Macaulay, Orlando Araujo y José Pulido. Por lo que ustedes pueden
ver, no me canso de escribir sobre el teniente Cuadra.
Además
del testimonio sobre el magnicidio de Sandino a traición [no había otra para el
asesino Somoza, pues el héroe guerrillero no fue derrotado ni por los marines
en el campo de batalla], nos impresionaron dos de sus anécdotas. La primera
relacionada con este crimen histórico y la segunda referida a Fidel Castro. Luego
del triunfo de la revolución sandinista en 1979, Don Abelardo regresó a su país
luego de un muy largo exilio. Señaló en qué lugar fue ejecutado sumariamente
Sandino, donde el gobierno erigiría una estatua alusiva. Todos los días un jeep
del ejército lo llevaba y lo traía de la escuela donde trabajaba de maestro.
Durante su estancia, se peleó con dirigentes sandinistas como Tomás Borge y los
Ortega. Un día, el jeep no lo buscó, por lo que él decidió salir nuevamente de
Nicaragua. No es nada bonito caer en desgracia ante el poder vigente, si lo
sabría él. En su etapa de la Legión del Caribe que combatió contra las
dictaduras de aquel tiempo, Don Abelardo compartió lucha con un muy joven Fidel
Castro en Cayo Confites previo al asalto del Cuartel Moncada. Nos contó que
Fidel no se desnudaba en público, pese a hallarse en una “isla de los hombres
solos”, y que paseaba por la playa pensativo y tomándose los dientes superiores
con los dedos. Para el viejo era un misterio en qué cavilaba este muchacho
guerrillero.
Este
conservador muy simpático, entre otras cosas, propuso como nueva lengua el castindio, sumándose a la poesía
vanguardista, mestiza y nacionalista de Pablo Antonio Cuadra, José Coronel
Urtecho y Ernesto Cardenal. Asimismo, las memorias lúdicas y trágicas de este
héroe menor e ignorado desmontan los falsos partes de guerra de uno y otro bando:
Niegan el eslogan, la intoxicación ideológica y lo políticamente correcto. El
paladinismo va del real teatro bélico y político-social al papel, lo cual lo
emparenta con el Coronel Aureliano Buendía, titán sepultado por la Historia de
la Propaganda y elevado al imaginario universal por la literatura.
No
repara en elogios a Sandino como político liberador y estratega militar, no
obstante hallarse entonces en la tribu somocista: “Pero la gloria de la gesta
de Sandino no está en haber matado tal o cual número de yankis, sino en haber
sabido defender en lucha desigual, la soberanía, la libertad, la independencia
y la dignidad de Nicaragua” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 107). El perfil que el
autor tiene del prócer, además de colindante con lo mesiánico, es multifacético.
Nos presenta al Sandino espiritista, masón e inigualable organizador
político-militar. También nos aproxima al mundo íntimo del héroe de Las
Segovias: “Era abstemio, no fumaba, no bailaba; en cuanto a hembras, cuando
Doña Blanca su esposa no estaba de guardia en el campamento, se cuenta de
mujeres que atravesaban la montaña para estarse unos meses haciéndole compañía,
la salvadoreña Teresa Villatoro, principalmente. Era enemigo de perder el
tiempo en pláticas banales y no le gustaban los chistes obscenos” (Cuadra,
Abelardo, 1979, p. 108). La descripción física va del realismo fotográfico y el
informe técnico militar, a la mitología popular: La condición del peso pluma
dada su baja estatura, la buena musculatura, el cuerpo lampiño y los cojones
bien desarrollados. Sin quererlo, el cronista por compulsión vital construye
una apolínea transfiguración narrativa y comentada de Sandino y su milicia.
Ello al extremo de apuntalar la rebeldía del hombre que nos lo cuenta con
entusiasmo militante: “Se las sabían todas, por eso aguantaron pelear seis años
con las puras uñas. Y yo aprendí mucho de ellos” (Cuadra, Abelardo, 1979: p.
114). El aguante de la guerrilla libertadora tuvo como móvil el amor.
He
aquí el nocturnal de su Día del Juicio Final. El episodio de la conjura y la
ejecución sumaria de Augusto César Sandino, está tatuada con fuego en el propio
pellejo del memorialista, ello entre la culpabilidad, el remordimiento y la
sinceridad: “la quemazón de la culpa ya no me dejaba en paz”. Culpabilidad
cristiana vital en tanto estímulo de superación y no como detritus alienante de
la institucionalidad religiosa. La única vez que Don Abelardo y yo pudimos
conversar, él me refirió su animadversión a los curas salesianos con los que le
tocó lidiar en la infancia y la adolescencia. Del auténtico reconocimiento de
su pecado, Abelardo Cuadra edificó el camino hacia el cambio y la resurrección:
“Y ese chingaste, ese rescoldo, esa
furia y frustración por haber participado en el asesinato del hombre dueño del
derecho y la razón, tenía necesariamente que materializarse en algo concreto,
una sublevación” (Cuadra, Abelardo, 1979: p. 143). Es una manera curiosa y empática de compartir
desde dos alas diferentes del cristianismo, una personal teología de la
liberación con el poeta Pablo Antonio Cuadra (el primero presbiteriano y el
segundo católico): “(…) nuestra senda / es una sed andante y una luz de
aventura / que al riesgo de una estrella conquista su Verdad”.
La
crónica de este memorial del paladín sacrificado, traicionado y emboscado,
funciona también como Profecía con vistas a la denuncia y el futuro. La
coartada del Tacho Somoza consistente en su asistencia al recital de la poetisa
Zoila Rosa Cárdenas en Campo de Marte, sede de la Guardia Nacional, conduciría
a la más contundente justicia poética: la muerte del Tirano envejecido a manos
del poeta Rigoberto López en medio de un festín y, mucho más tarde, el exitoso
magnicidio de su hijo Tachito en la capital de Paraguay, pues otro poeta haló
del gatillo de la bazuca que hizo estallar el carro blindado que ocupaba.
El
pasaje tiene connotaciones bíblicas: La traición de Tacho Somoza y sus catorce
apóstoles, la blandenguería del presidente Sacasa, el secuestro de los blancos
militares, el fusilamiento como crucifixión de Sandino y sus acompañantes, e
incluso el despojo y sorteo de sus ropas y propiedades por la jauría de hienas
que era la soldadesca ebria. Sin embargo, Don Abelardo se redime y levanta del
muladar con el firme pulso de su escritura: “La noticia de que asesinaron a
este hombre pequeño de estatura, con esos pies gorditos y blancos, como
chinita, van a gritarla los voceadores en las calles asfaltadas y concurridas;
y meterá bulla e indignación la clase de muerte que se les dio. Hombres famosos
y anónimos, en las grandes ciudades del mundo y en los pueblos más pequeños,
hablarán de ellos, los que yo estoy mirando aquí”. Además del pueblo en armas
que derrocó la tiranía de los Somoza en 1979, tenemos las voces de Salomón de
la Selva, Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Manolo
Cuadra y los venezolanos Enriqueta Arvelo Larriva, Rafael de Nogales Méndez y
Orlando Araujo entre muchos. Todos ellos ocupando la gran enramada
transfigurada que presiden Cristo, el profeta Elías y Sandino. Nos llamamos Legión
porque somos muchos.
BIBLIOGRAFÍA
Cuadra,
Abelardo (1979). Hombre del Caribe.
Memorias. San José de Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana
(EDUCA).
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