miércoles, 28 de septiembre de 2016

DOS FILMES DE MIGUEL GUÉDEZ. JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA


DOS FILMES DE MIGUEL GUÉDEZ

José Carlos De Nóbrega

Ni la clase media ni la burguesía nacional, por lo tanto la revolución, como el cine, dialoga entonces con las fuerzas potencialmente revolucionarias de la sociedad. Julio García Espinoza.

     Miguel Guédez (Caracas, 1983) es un joven cineasta de raigambre popular divorciado, claro está, del populismo y la consolación en el campo de la política y el arte. Si bien hijo y heredero de la obra de su padre, el cineasta y poeta Jesús Enrique Guédez, él nos ha demostrado con sus propios films una personalidad indiscutible que no comulga en el parricidio simbólico ni en la santificación estéril de su antecedente. Su propuesta apunta al desmontaje crítico de los equívocos históricos de su entorno, la desconfianza de toda referencia ideológica en tanto falsa conciencia y la dinámica transparente de su discurso cinematográfico. En un artículo publicado en la extinta revista “Se Mueve”, n° 1, enero-febrero 2011, abomina del imperio de los artificios técnicos en la ausencia del corazón creador: “¿Por qué nos cuesta tanto permitirnos reír como reímos, llorar como lloramos y hasta matar como matamos?”. Las interrogaciones, desprovistas del dramatismo romántico, se reconvierten en una poética posible de un cine alternativo, inquisitivo, popular y rebelde.

     Tomemos dos de sus películas recientes en internet: “El cine político de Guédez” (2013, documental, 24 min) y EX (2015, ficción, 13 min). En el primer caso, tenemos una aproximación apasionada pero no apologista a la obra cinematográfica de Jesús Enrique Guédez. Nos parece un ensayo fílmico que permite la respiración de los entrevistados en torno a nuestro autor fílmico y literario, además del flujo vivaz de las imágenes de archivo seleccionadas y montadas con suma precisión y estupendo pulso rítmico. La visión panorámica del tema, si bien cronológica, se despliega en el soporte y la disposición argumentativa del discurso documental que sugiere la revisita de los aportes de Pasolini [en torno al cine poesía], Pío Baldelli [el cine político y el mito de las superestructuras], Julio García Espinoza [cine revolucionario] e incluso el manifiesto del cine pobre de Humberto Solás. Por fortuna, sin incurrir en los vicios de la cita culterana como trampa academicista e ideologizante: El realismo crítico, poético y popular de Jesús Enrique Guédez se desenvuelve en la vitalidad de los niños que simulan en el barrio fusilamientos y juicios sumarios a la pobreza; los autorretratos del desempleado, la madre proletaria y el obrero petrolero que son reivindicados en una estética de la fealdad afín a Baudelaire y Pocaterra [pues la gente se ve y reconoce en el film sin intermediación alguna]; los cartelones, las pancartas y el estrépito del megáfono como recursos de insurgencia; o la fusión del compromiso político y el aliento poético arrebatador de “El Iluminado”, su único largometraje de ficción. Por supuesto, se trata de visibilizar al atribulado ciudadano a campo traviesa, sin la estridencia de los efectos especiales de la industria cinematográfica, ni las líneas editoriales de los medios y redes sociales en las peores manos. Ensayado y ensayista se reconcilian en hacer estallar las calles con un cine díscolo y logrado.

     El cortometraje de ficción “EX” no escapa tampoco a las preocupaciones por el país y su coyuntura histórica patente en el desmadre socioeconómico y el despropósito político. Revela las contradicciones y la decadencia del modelo rentista petrolero, con sus altas dosis narcóticas de consumismo y la débil diversificación productiva. Protagonizado por un magnífico Roger Herrera y un flemático Jean Franco de Marchi, el film establece el duelo silente entre el ex guerrillero y el corresponsal extranjero en el caos ruidoso, carnavalesco y descoyuntado de la República petrolera. Los monólogos de ambos comprenden los murmullos bipolares del insurgente aindiado, vencido y traicionado, amén del fluir apolíneo [¿liberal?] de la conciencia del periodista carente de certezas cual cronista de Indias. Incluso llama la atención la bibliografía de bolsillo que esgrime cada quien: en el caso del ex combatiente el “Anti-manual” de Ludovico Silva, garrote heterodoxo contra el estalinismo y el realismo socialista; y en lo que toca al pérfido reportero protestante, “Los caminos de la libertad” de Bertrand Russell, encrucijada del atomismo lógico y el pesimismo en torno al abuso de la ciencia que reedita al Stevenson de Doctor Jekyll y Míster Hyde. Simón Bolívar, mediatizado y manipulado desde 1830 por inquisidores políticos impresentables, no es más que un espectro silencioso ante la cefalea taladrante del marginado en el teatro de las ilusiones más decepcionante. Sin embargo, Miguel Guédez no desmaya en las inhóspitas locaciones de la nación y el continente, pues el maremágnum del debate en medio del escurridizo y escindido momento histórico, es caldo propicio para la configuración de una perspectiva cinematográfica de clase.                        

 
 

Película "Testimonio de un obrero petrolero" (1978) de Jesús Enrique Guédez

 
Nota del Administrador: Jesús Enrique Guédez (Puerto Nutrias, Barinas, 1930-Caracas, 2006) fue un cineasta y poeta venezolano que trató en el arte su preocupación social por el país. En poesía publicó, entre otros títulos, los libros "Las Naves", "Sacramentales" y "El Gran Poder". De su obra cinematográfica tenemos por ejemplo los documentales "La ciudad que nos ve" (1967), "Desempleo" (1970), "Pueblo de Lata" (1973) y "Saludos, precioso pájaro" (2005), además del largometraje de ficción "El Iluminado" (1986). Les presentamos el mediometraje documental "Testimonio de un obrero petrolero", el cual registra la lucha de los obreros de la industria del petróleo en Venezuela por mejorar sus condiciones de vida. ¡Ver para entender a nuestro país!

BACHACOS EN VALENCIA. JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA


BACHACOS EN VALENCIA

José Carlos De Nóbrega

     El poeta brasileño Manuel Bandeira, en uno de sus poemas, nos describe una bestia que estaba buscando comida en el basurero del patio: “Tragaba con voracidad // El animal no era un perro, / No era un gato / No era un ratón. // El animal, Dios mío, era un hombre”. Este aterrador bestiario, se puede asimilar a las masas desdichadas que van en procura de los productos regulados en los mercados periféricos y los supermercados privados ubicados en Carabobo. Un martes nos tocó nuestra primera incursión en esta actividad de recolección alimenticia peripatética: A la 1 am, desperté convertido en oscuro bachaco dispuesto a una jornada vil y absurda de sobrevivencia.

     Las colas interminables de consumidores y vendedores [de café, cigarros o indulgencias mercachifles para colearse], además de la anarquía, la violencia, la corrupción y la impunidad que involucran, no son gratuitas ni producto de la risible y oprobiosa coyuntura que nos golpea. Por el contrario, se trata de un hormiguero abyecto, diseñado e instrumentado por los poderes fácticos aliados en una sociedad de cómplices bipartita y reeditada. Los Bachacos Reyes nunca están a la vista, puesto que dirigen y cobran los mayores dividendos de este desmadre de compra y venta. Ocupan sus Palacios, Cuarteles y Asambleas con la indolencia crápula de la élite política, armada y financiera que se regodea con el dolor de los Bachacos Obreros.

     Los Bachacos Zánganos constituyen los intermediarios en esta rebatiña espantosa de tres paquetes de pasta, dos botellas de salsa de tomate, un pote de mantequilla y una docena de rollos de papel toilet por bachaco bregador. Lo verificamos en dos Supermercados del Norte de la ciudad de Valencia. Los Zánganos Lazarillos trafican los lugares en la cola a cambio de dinero en efectivo o, mejor aún, su equivalente en productos a revender con sobreprecio en bodegas o abastos [uno de pasta y/o una de salsa por cabeza]. Por lo general, el lazarillo es un muy joven desertor de la escuela, pues ni su oficio, ni el de sicario, mucho menos el Doctorado Pran son carreras ofertadas por un sistema educativo chueco. Los Zánganos Verdes integran la clase armada que avala el mercado negro como tal [este rol sí se estudia formalmente y gradúa a guardias, pacos multicolores y judiciales pelafustanes en las artes del rebusque]: Simulan el orden cerrado de la comparsa que desfila a la intemperie y en el interior del hormiguero mercantil, pues se trata en sí de velar que este caos de la oferta flaca y la demanda hambrienta se realice sin queja ni protesta obrera alguna. Los Zánganos Blancos portan el carnet de gerencia del mercado periférico o supermercado, en tanto patente de corso para dosificar el flujo de los patéticos combos a vender e infligir insultos a tan desgraciada clientela.

     Luego de más de diez horas de humillaciones y ofensas, nos hicimos con un mercado de la miseria equivalente a tres kilos de harina, kilo y medio de pasta larga, dos de kétchup y los doce rollos de papel sanitario. En plena digestión escuálida que sólo permite evacuar las tripas cada dos o tres días, nos resta preguntarnos: ¿Este circo de mercadeo y contrabando está previsto por una política económica seria y coherente? ¿A renta petrolera decadente, cesta bachaquera? ¿Acaso es una puesta de escena macabra que caricaturiza una guerra civil o un estado de sitio no declarados? ¿Quién sacará a vergajazos a los mercaderes del Templo? Nos responde Juan Calzadilla en la cola:

“-Jodidas no están las circunstancias- respondió el que me seguía, de pie, en la fila-. / Jodidos estamos nosotros”.      

           

            


Siqueiros por el fotógrafo mexicano Héctor García

martes, 6 de septiembre de 2016

A PROPÓSITO DEL BACHAQUEO, ¿QUÉ LES PARECE ESTA CUARTETA DE OTERO SILVA?

Lamentablemente, comerciantes inescrupulosos [formales e informales] golpean los bolsillos de los ciudadanos de a pie, cuando revenden los productos alimenticios, medicinales y de aseo personal a precios altísimos. No se justifican tampoco las colas a la intemperie que tienen que calarse padres, hijos y nietos para adquirirlos. Sin embargo, no hay que perder la calma y caernos a trompadas con los vecinos que quieren colearse en la fila. La organización comunitaria y una pizca de humor nos permitirá enfrentar tan problemática situación. Por tal razón, les ofrecemos esta cuarteta de Miguel Otero Silva, alusiva al caso, para reírnos un poco. El Administrador del Blog.
 
"Oh, Jesús, qué grande eres,
y qué fuertes son tus brazos!,
gritaban los mercaderes
al sentir los vergajazos".
 
Miguel Otero Silva: Las Celestiales (segunda edición de 1974).
 
La ilustración es un lienzo de El Greco, La expulsión de los mercaderes del templo.
 
 
  

LAS CELESTIALES: UN ESTIMADO LIBRO CINCUENTENARIO. José Carlos De Nóbrega


LAS CELESTIALES: UN  ESTIMADO LIBRO CINCUENTENARIO

 

José Carlos De Nóbrega


El padre parecía una capitular de oro; yo, junto a él, una insignificante minúscula impresa en tinta roja. José Rubén Romero: La Vida inútil de Pito Pérez.


     La agudeza literaria de Miguel Otero Silva se exhibe sin freno en dos de sus obras más disímiles entre sí: Tenemos la incendiaria parodia del discurso católico que es “Las Celestiales”, con sus Santos asaeteados por la picante lengua popular, y la aproximación poética a la figura de Jesucristo vertida en el texto novelístico de “La piedra que era Cristo” (no podemos olvidar el impactante monólogo de la cabeza cortada de Juan el Bautista que escarnece la banalidad impía del rey Herodes). Ambos textos no sólo refieren el espíritu rojo y ateo de su autor, sino el apetito descarado del escritor por desmontar los discursos autorizados que sustentan el Poder vertical, mezquino y usurero que tritura sin clemencia a las mayorías. La literatura acomete la labor profética de promover e instaurar a como dé lugar la justicia social. Ya lo manifiesta ese vagabundo y borracho de Pito Pérez: “¡Pobre de los pobres! Yo les aconsejo que respeten siempre la ley, y que la cumplan, pero que se orinen en sus representantes”. Por supuesto, la ley hecha carne en la lucha revolucionaria de a de veras, no la propuesta por los grandes laboratorios de la propaganda periodística, historiográfica e ideológica que pretenden pervertirla y envilecerla.

     El discurso diabólico, como ocurre con el habla salvaje y primaria de los niños y los locos, es un recurso insoslayable para atacar y poner en evidencia la fragilidad y la corrupción de un orden de cosas bizarro que ha invadido a los templos y las academias: La política de ultratumba, con sus cielos de algodón y sus infiernos carbonizados –no entendemos aún por qué la burocracia eclesiástica nos quita la sala de espera que es el purgatorio-, engorda las finanzas vaticanas y protestantes, amén de proveer de carne fresca a curas y obispos pedófilos; nuestras universidades autónomas, experimentales y privadas coinciden en la tercerización laboral de docentes y empleados y la cosificación del conocimiento a expensas de los intereses de grupos de poder. La Iglesia está penetrada por la politiquería más árida, en tanto que las academias son el detritus de organizaciones religiosas que hacen acólitos con su verborrea terrorista y macabra. Es justa y necesaria la lucidez satánica para ir a contracorriente del imperio de la lasitud vital.

     Este gran rosario inverso titulado “Las Celestiales”, integrado por 25 coplas picantísimas y prevaricadoras, tuvo dos ediciones: la primera de 1965, firmada con el pseudónimo doble de Iñaki de Errandonea (alias Miguel Otero Silva), Sacerdote Jesuita, como compilador y comentarista, además de Fray Joseba Escucarreta (alias Pedro León Zapata), S.J., en tanto ilustrador que caricaturiza a santos y mártires. Fue una bomba que estalló simultáneamente en la meritita cara de la histérica feligresía y en las barbas remojadas de la anquilosada jerarquía católica. Valga la desaprobación del Cardenal José Humberto Quintero: No está de sobra advertir que ese libro, en el que a propósito se ataca a la Religión y a las buenas costumbres y se hace mofa de los santos, se halla por ello mismo comprendido en la publicación del canon 1.399 del Código de Derecho Canónico. La segunda edición data de 1974, Ediciones de José Agustín Catalá, la cual agrega un prefacio de Miguel Otero Silva en carne y hueso que simula una apología exquisita de tan vituperado texto diabólico. Las Celestiales constituye un ejercicio transgenérico a la par de referentes notables como Borges, Bioy Casares e incluso Héctor Murena: La copla, destacada en negritas y caracteres gigantes, se fusiona con la prosa dialógica que se regodea en la impostura, el humor negro y una apasionada óptica crítica de la Historia de la Iglesia Católica. El Papado es la alcabala religiosa que tan sólo merece un jalón de papada aparejado con la carcajada del vulgo: “Al Papa Ruperto Doce / ni lo menciona la Historia, / porque se cagó una noche / en la Silla Gestatoria”. En este fetiche, nada que ver con la estupenda silla de Van Gogh, queda al descubierto el trasero y los testículos del Papa electo, pues el colegio cardenalicio debe templar las dos bolitas para evitar que otra Juana la Papisa escarnezca tan sagrada institución machista. Fetichismo y escatología van de la mano en lo que toca a la crítica del catolicismo, a los fines de configurar un intervalo estético y apóstata que nos retrotrae a Rabelais, el Decamerón de Boccaccio y Pasolini, el Nazarín de Galdós y Buñuel, el Satiricón de Petronio y Fellini e incluso el crucifijo inverso del cura Carlos Borges que lame y eyacula el voluptuoso cuerpo femenino. Qué decir de los prejuicios y mitos urbanos que aún despierta la orden jesuítica, suponemos entonces una dulce venganza de parte de ambos coautores: “Hiciste lo que quisiste, / San Ignacio de Loyola, / pero quisiste ser Papa / y te pisaste una bola”.

     A la espera de una pía, edificante y sensata actitud del Episcopado venezolano que le permita reencontrar al país, les invitamos a releer este libro extraordinario y cincuentenario. Sólo Dios y el Diablo nos complacen en la compulsión por la vida.

 

LITERATURA EN CANA. José Carlos De Nóbrega


LITERATURA EN CANA

José Carlos De Nóbrega

     La literatura como mirada impertinente y transformadora del mundo, no puede pasar por alto las situaciones extremas que ha atravesado la Humanidad en su devenir histórico. El encarcelamiento es una experiencia límite muy intensa, al igual que el éxtasis místico, la carnicería de la guerra y el erotismo en todas sus manifestaciones. Sin establecer taxonomías inútiles que esterilicen el cautiverio penal, encontramos que la escritura tras las rejas comprende a autores consolidados [Oscar Wilde, Rufino Blanco Fombona, Alfredo Arvelo Larriva, José Rafael Pocaterra]; testimonios autobiográficos inmediatos en lo político y lo vital [Abelardo Cuadra o Jacobo Timerman] y la insurgencia sorprendente de voces marginales o subalternas de diverso registro y calidad [Jean Genet, Pedro Serrano Toro –Barrabás-, Ramón Antonio Brizuela o Eleuterio Sánchez –El Lute-]. La ficción literaria y cinematográfica se prenda salvajemente del Presidio en tiempo histórico y real, pues integra notablemente la sintomatología crónica y bipolar de nuestras sociedades: La institución penitenciaria que vigila y castiga, se asemeja a otros aparatos ideológicos del Estado como la Escuela, la Iglesia e incluso los Museos, pues se asimilan a la metáfora del Mausoleo como compartimiento estanco en el que se hacinan los hombres, las palabras y los objetos estéticos. Tomaremos, en la redacción de esta glosa breve, como referencia vinculante el “Retrato del artista encarcelado” (1999, Universidad Cecilio Acosta) de uno de nuestros grandes amigos, el crítico y escritor cubano Julio Miranda.  

     El brillante ensayo de Miranda, partiendo de la auténtica categoría existencial que es la vivencia carcelaria, nos pinta los retratos de Oscar Wilde, Alfredo Arvelo Larriva y José Martí. Desdiciendo la propaganda victoriana que aún aturde desde Inglaterra y Estados Unidos, coincide con José Emilio Pacheco en su captación enriquecedora de Wilde, pues detrás del dandy disimulado se esconde tras bastidores el aguijón crítico y libertario que escribió la comedia “La importancia de llamarse Ernesto”, la novela “El Retrato de Dorian Gray”, el ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” y los textos presidiarios “Balada de la Cárcel de Reading” y la “Epístola” dirigida a su díscolo amante Lord Alfred Douglas. Su intervalo creativo comprendió el desmontaje lúdico del conservadurismo victoriano, el terrorismo ético y existencial en la escisión de la personalidad de Dorian Gray, la subversión política y la paradójica “mística del sufrimiento” que lo reduce a la derrota y el desprestigio social [¿Acaso Wilde sobrestimó su ingenio y talento discursivo, subestimando al punto el corazón predatorio de la sociedad conservadora británica? ¿El juicio en su contra no puede extrapolarse al proceso traumático de tutelaje colonial y represivo de su Irlanda, con el Ejército Republicano Irlandés crecido a expensas del Domingo Sangriento de U2?] Como canta Palmieri y la Perfecta al otro lado del Atlántico, “yo no quiero morir encadenado”. Oscar Wilde apuesta todavía por la inteligencia rebelde que se revela amorosa: “Cuando el hombre haya comprendido el individualismo, comprenderá igualmente la simpatía hacia el prójimo y la ejercerá libre y espontáneamente”.

     El poeta Alfredo Arvelo Larriva desarrolla una obra poética en prisión que apuntala el erotismo, por supuesto, como manifestación compulsiva por la vida. En “Sones y Canciones” (1909), parafrasea a Santa Teresa de Ávila mientras su imaginación sensual besa y muerde las pulpas de la mujer: “Ay, Dios mío ¡Yo que muero sin vivir, / yo que muero cuando no quiero morir!” El orgasmo estético modernista además de metaforizar el cuerpo femenino componiendo bodegones frutales del trópico por devorar, nos retrotrae el cautiverio de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, sólo que en un desafío abierto y rebelde al Cabito y luego al Bagre. Instado por su compañero de generación, Rufino Blanco Fombona, Arvelo purgaba pena por matar a un posadero que irrespetó su honor. En “Diarios de mi Vida (1904-1905)”, Blanco Fombona describe el encierro compartido con él en la Cárcel Pública de Ciudad Bolívar. Recordemos que además de los Diarios, Don Rufino escribió “Cantos de la Prisión” y su novela terrorista por excelencia “El hombre de hierro” [epitafio de la cautividad ciudadana y el despropósito político de su tiempo]. Generación egotista, duelista y libertina que incluyó también a Vargas Vila y la militancia y el martirologio anti-colonialista de José Martí. En el caso de Martí, el encarcelamiento adolescente se prorrogó en el exilio y el deterioro físico, sobre todo manifiestos en las crónicas de New York, el ensayo sobre “El presidio en Cuba” de 1871, el epistolario y la poesía: Nos encontramos con el Job revisitado, reivindicado y revitalizado hoy [“Quisieron tasajearme, pero no era preciso: yo me dejaba para poder seguir andando”].

     Otro libro notable construido en el encarcelamiento político, es “Hombre del Caribe” (1979, 2da edición, EDUCA) del nicaragüense Abelardo Cuadra. Una autobiografía vitalista e itinerante o, mejor aún, bitácora épica que reedita la Odisea Homérica y recrea su propia y peripatética Jodisea [desde el levantamiento del informe sobre la muerte de Sandino, “Total: catorce asesinos y conmigo quince”; protagonizando el segundo alzamiento contra Tacho Somoza que le valió la prisión perpetua; hasta su ulterior fuga para embarcarse en el combate contra las dictaduras de Trujillo y Batista]. Muchas de sus páginas manuscritas fueron sacadas de prisión por su hermano Luciano, contrabandeadas en el meritito interior de naranjas ácidas y dulces. Reiteramos su extraordinario parecido con el coronel Aureliano Buendía, héroe ignorado de las mil batallas perdidas que cambió los honores militares por la elaboración infinita de pescaditos de oro.

     El malandraje que ha aportado sus libros, construye también una narrativa y una cantata a contracorriente del Poder, eso sí, desde la marginalidad que transita caminos más tortuosos. Tenemos el “Diario del Ladrón” (1949) de Jean Genet, como punto de arranque de una obra literaria audaz y ambiciosa que se abrió paso cavando un túnel de fuga hacia el indulto y el reconocimiento. El venezolano Pedro Serrano Toro, Barrabás, no sólo sirvió de modelo que le permitió a Otero Silva crear a Victorino Pérez, sino también ha escrito a la fecha cinco libros [destacamos “Si te acercas, te mato” (1979)]. El documental “Barrabás” (2009) de Giuliano Salvatore excede la confortabilidad del discurso edificante pequeñoburgués. Valga la salsa cabilla de Palmieri y Quintana: “La libertad, caballero, / no me la quites a mí”.

lunes, 27 de junio de 2016

UN CUENTO DE JOSÉ REVUELTAS, ESCRITOR MEXICANO: DIOS EN LA TIERRA


CUENTO DE JOSÉ REVUELTAS

DIOS EN LA TIERRA

La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios. Dios de los Ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada. Y eso era ahí y en todo lugar porque Él, según una vieja y enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el siniestro silencio de la calle; en el colérico trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo en anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se había acumulado en las entrañas de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad. En el Norte y en el Sur, inventando puntos cardinales para estar ahí, para impedir algo ahí, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia.
¿De dónde venía esa pesadilla? ¿Cómo había nacido? Parece que los hombres habían aprendido algo inaprensible y ese algo les había tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego, donde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada. Negarse. Negarse siempre, por encima de todas las cosas, aunque se cayera el mundo, aunque de pronto el Universo se paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire.
Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca, y tras de las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni un alfiler ni un gemido.
Era difícil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible, invisible y presente, como una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed líquida. ¡Y cómo son los soldados! Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantía, tiernos, y unos gestos de niños inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo quién sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un poco de vergüenza todo. Llegaban a los pueblos sólo con cierto asombro, como si se hubieran echado encima todos los caminos y los trajeran ahí, en sus polainas de lona o en sus paliacates rojos, donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes, como matas secas.
Los oficiales rabiaban ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y tenían que ordenar, entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con láminas de odio, con mares petrificados. Odio y sólo odio, como montañas.
—¡Los federales! ¡Los federales!
Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban de indiferencia, de obstinada frialdad y los hombres se morían provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas o disparando sus carabinas desde ignorados rincones.
El oficial descendía con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil, bárbara.
—¡Queremos comer!
—¡Pagaremos todo!
La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no alcanzaban a levantarse. Después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera rabiosamente triste;
—¡Viva Cristo Rey!
Era un Rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos espantosos? La tropa podía caminar leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podían comerse los unos a los otros. Dios había tapiado las casas y había quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni aliento ni semilla.
La voz era una, unánime, sin límites: “Ni agua.” El agua es tierna y llena de gracia. El agua es joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua y de tierra y ambas están unidas, como si dos opuestos cielos hubiesen realizado nupcias imponderables. “Ni agua.” Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del hombre, su corazón, su sudor. “Ni agua.” Caminar sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante. Ver cómo el sol se despeña, cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua por mandato de Dios y de ese Rey sin espinas, de ese Rey furioso, de ese inspector del odio que camina por el mundo cerrando los postigos…
¿Cuándo llegarían?
Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor lleno de cólera. ¡Que vinieran! Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con las cantimploras vacías y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie haría una señal, un gesto. Para eso eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecería deshabitado, como un pueblo de muertos, profundamente solo.
¿Cuándo y de qué punto aparecerían aquellos hombres de uniforme, aquellos desamparados a quienes Dios había maldecido?
Todavía lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran grises, parecían cactus crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactus que podían estarse ahí, sin que lloviera, bajo los rayos del sol. Debían tener sed, sin embargo, porque escupían pastoso, aunque preferían tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de una saliva gruesa, innoble, que ya sabía mal, que ya sabía a lengua calcinada, a trapo, a dientes sucios. ¡La sed! Es un anhelo, como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje, y los diablos echan lumbre en el estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma, reviente. El agua se convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o que los hijos, más grande que el mundo, y nos dejaríamos cortar una mano o un pie o los testículos, por hundirnos en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.
De pronto aquellos hombres como que detenían su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay algo inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja interrumpir nada. ¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en contra de Dios. De Dios que había tomado la forma de la sed. Dios ¡en todo lugar! Allí, entre los cactus, caliente, de fuego infernal en las entrañas, para que no lo olvidasen nunca, nunca, para siempre jamás.
Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta los brazos y la punta de los dedos: “a…gua, a…gua, a…gua. ¿Por qué repetir esa palabra absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas… ?” Tornaba a mirar los rostros de aquellos hombres, y sólo advertía los labios cenizos y las frentes imposibles donde latía un pensamiento en forma de río, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua. “¡Si el profesor cumple su palabra…!”
—Mi teniente… —se aproximó un sargento.
Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara, pues era evidente la inutilidad de hacerlo.
—¡Bueno! ¿Para qué, realmente…? —confesó, soltando la risa, como si hubiera tenido gracia.
“Mi teniente.” ¿Para qué? Ni modo que hicieran un hoyo en la tierra para que brotara el agua. Ni modo. “¡Oh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra…!”
—¡Romero! —gritó el teniente.
El sargento movióse apresuradamente y con alegría en los ojos, pues siempre se cree que los superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difíciles.
—¿…crees que el profesor… ?
Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahí enfrente, porque no podía discurrir ya, no podía pensar, no tenía en el cerebro otra cosa que la sed.
—Sí, mi teniente, él nos mandó avisar que con seguro ai’staba…
“¡Con seguro!” ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo: maldita el agua, la sed, la distancia, la tropa, maldito Dios y el Universo entero.
El profesor estaría, ni cerca ni lejos del pueblo para llevarlos al agua, al agua buena, a la que bebían los hijos de Dios.
¿Cuándo llegarían? ¿Cuándo y cómo? Dos entidades opuestas enemigas, diversamente constituidas aguardaban allá: una masa nacida de la furia, horrorosamente falta de ojos, sin labios, sólo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no había más que un golpe, un trueno, una palabra oscura, “Cristo Rey”, y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón latía sin cesar, sobresaltado, para darles agua, para darles un líquido puro, extraordinario, que bajaría por las gargantas y llegaría a las venas, alegre, estremecido y cantando.
El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponían una especie de signos de admiración al paisaje seco, hostil. Signos de admiración. Sí, de admiración y de asombro, de profunda alegría, de sonoro y vital entusiasmo. Porque ¿no era aquel punto… aquél… un hombre, el profesor…? ¿No?
—¡Romero! ¡Romero! Junto al huizache… ¿distingues algo?
Entonces el grito de la tropa se dejó oír, ensordecedor, impetuoso:
—¡Jajajajay…! —y retumbó por el monte, porque aquello era el agua.


Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de cerca fea, brutal, porfiada como una maldición. “¡Cristo Rey!” Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer.
En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavía se ignoraba qué era aquello. Voces sólo, dispares:
—¡Sí, sí, sí!
—¡No, no, no!
¡Ay de los vecinos! Aquí no había nadie ya, sino el castigo. La Ley Terrible que no perdona ni a la vigésima generación, ni a la centésima, ni al género humano. Que no perdona. Que juró vengarse. Que juró no dar punto de reposo. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas, oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e impenetrable. Dios está aquí de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.
En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en medio de la masa. De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salía.
—¡Grita viva Cristo Rey…!
Los ojos del maestro se perdían en el aire a tiempo que repetía, exhausto, la consigna:
—¡Viva Cristo Rey!
Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veía el rostro negro, de animales duros.
—¡Les dio agua a los federales, el desgraciado!
¡Agua! Aquel líquido transparente de donde se formó el mundo. ¡Agua! Nada menos que la vida.
—¡Traidor! ¡Traidor!
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.
De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.